domingo, 20 de mayo de 2012

Secuoya gigante (sequoiadendron giganteum).


Hoy disfrutamos de un Madrid tormentoso.

No por casualidad, sino precisamente porque había tormenta, hemos prescindido del triste autobús y, entre chaparrón y chaparrón (con parada frente a la casa del escultor Santiago de Santiago para guarecernos de la lluvia), Mateo y yo hemos atravesado el Parque de la Fuente del Berro, itinerario natural para ir de la casa de los abuelos a la nuestra. El estilo inglés que siempre ha tenido nuestro parque se nos ha manifestado en toda su belleza. La escasez de viandantes, el olor a mojado, la ligereza del aire que dejan siempre las tormentas (parece ser que por los iones negativos que generan las descargas eléctricas) y la tamizada luminosidad de la tarde, ha hecho que el parque nos revele esa aura mágica que desde niños supimos ver en él. Es un día especial este 19 de mayo de 2012 y, por tanto, especial tiene que ser también el árbol que lo recuerde.

Una de las dos secuoyas gigantes del parque en foto
tomada el 29 de marzo de 2012, a las 8:30 de mañana.
Sé que en el parque hay más de un árbol reseñable desde el punto de vista botánico, y de ellos hablaré en otro momento, pero desde pequeño siempre me pareció extraordinaria la presencia de una secuoya en “el parque del barrio” debido a sus legendarios atributos. Primero, para un niño de aquella época conocer que es un árbol originario de la lejana Norteamérica ya constituía objeto de fascinación. Después, cuando tu padre te dice que es el más grande del mundo, que en uno de ellos se hizo un túnel para que pudieran pasar los coches y que los más longevos tienen más de tres mil años, la secuoya por fuerza pasa a formar parte de tu particular mitología infantil.

En el parque hay en realidad dos secuoyas, aunque esto es algo que descubrí recientemente. La que desde un principio conocía es la que está junto a una de las cuestas que desciende desde la plataforma superior del parque donde se encuentra el palacete. Es la que ilustra este artículo. La otra está más arriba, en el parterre que está frente al ala derecha de aquél.


Una ramita de la secuoya.
Antes que nada creo que es pertinente hacer una puntualización. Hay tres árboles a los que suele dársele vulgarmente el nombre de secuoya si bien, aunque comparten familia, no son del mismo género: la secuoya roja, de costa o californiana (sequoia sempervirens), la secuoya gigante (sequoiadendron giganteum) y la metasecuoya (metasequoia glyptostroboides). Son especies diferentes y fácilmente diferenciables si atendemos simplemente a sus hojas: las de la primera en forma de peine, similares a las del tejo común (taxus baccata) pero con dos bandas blancas longitudinales en su envés; las de la segunda formadas por escamas dispuestas a modo de cordones y con los ápices pinchudos; las de la tercera están dispuestas como en la primera pero son mucho más largas y lacias, de un verde más intenso en el haz y grisáceo en el envés y caducas, de ahí que se llame también a este árbol, que a diferencia de los otros dos es originario de China y su porte es bastante más pequeño, secuoya de hojas caedizas.

El nombre de secuoya se otorgó en homenaje al jefe cheroqui Sequoyah, aunque seguramente éste jamás tuvo la oportunidad de ver una de ellas, pues estos indios habitaban el centro-este de Norteamérica y no el Oeste, de donde son hoy endémicas. En cualquier caso, como es lógico, era un árbol mágico y sagrado para los indios de la zona, que le llamaban Wawona, Toos-pung-ish y Hea-mi-withic.

El hábitat natural de las secuoyas americanas se reduce a una estrecha franja de tierra frente a la costa oeste americana. La secuoya gigante habita en las laderas occidentales de la Sierra Nevada californiana, mientras que la secuoya roja lo hace en la zona costera del norte de California y sur de Oregón. Las metasecuoyas, árbol que se creyó extinto hasta 1941, tienen su hogar en las faldas de las remotas montañas de la región de Hubei, en el Sudoeste de China. Pero esto es ahora, pues estos bosquetes aislados son sólo reminiscencias de las enormes selvas de secuoyas que poblaban la tierra entera cuando la especie humana aún no había hecho su aparición. En la propia Península Ibérica su presencia era abundante hasta hace 3 millones de años.

De los tres árboles que reciben el nombre de secuoya, el que tenemos en nuestro parque por duplicado es el segundo de los citados, la secuoya gigante, que también ha recibido el nombre de árbol del mamut y, en un ejercicio de colonialismo cultural propio de los británicos, wellingtonia (inmediatamente contestado por los botánicos norteamericanos rebautizándolo como washingtonia), un término sin fundamento científico y hoy en desuso y ridiculizado involuntariamente por los granadinos que bautizaron como Mariantonias a las secuoyas plantadas en la Sierra de la Sagra.

La secuoya gigante, contrariamente a su nombre, no es la más alta de las secuoyas. Este honor corresponde a la otra especie norteamericana, la secuoya roja, que ha colocado como número uno del ránking a un ejemplar llamado Hyperion de 115,61 metros de altura, localizado en el Parque Nacional Redwood de California. La mayor de las secuoyas gigantes es la famosa General Sherman, que “apenas” supera los 83 metros de altura, aunque con un diámetro de 11 metros en la base en un perímetro de tronco de 31 metros, la convierten en el ser vivo con mayor biomasa de la tierra en términos de volumen (1.486,6 m3) y peso (1.256 toneladas). Se encuentra en Giant Forest, dentro del californiano Parque Nacional Secuoya.

Pero tampoco corresponde a las secuoyas rojas el record de altura conocida para un árbol. Aunque en general de menor porte, fue un abeto de Douglas, (pseudotsuga menziesii) el que con 120 metros, alcanzó el techo conocido entre los árboles gigantes. Mineral Tree, así se llamaba el árbol, se taló en 1930 en el estado de Washington. En cualquier caso, consideramos que la altura que puedan alcanzar estos árboles milenarios, sean secuoyas, abetos o eucaliptos, depende del tiempo que se les deje crecer. El General Sherman, ha alcanzado ese volumen en 3.500 años.

Las secuoyas gigantes del Parque de la Fuente del Berro no llegan, ni de lejos, a esa altura. No voy a dar estimaciones de altura y diámetro de tronco, porque sin duda me equivocaría (si algún día obtengo los datos los incluiré en el post). No obstante, con alguna perspectiva, puede obtenerse una fotografía en la que supera los 232 metros que mide el pirulí.

Lo desconocemos todo de la historia de estos árboles, de quién y cuándo los plantó. Quizás un experto por su altura y la anchura de su tronco, podría dar una edad aproximada. Sería bonito que estuvieran relacionados con las semillas que llegaron a España alrededor de 1826, recolectadas en la expedición de Malaspina, pero nada sabemos (seguro que otros sí).

Las secuoyas están protegidas en EE.UU. Curiosamente, su madera no es apropiada para la construcción y se astilla con gran facilidad. En su momento, se llegó a utilizar para cerillas y otras funciones más que marginales, lo que fue fundamento para prohibir su tala. La corteza es de color rojizo, y tan blanda y esponjosa que cede fácilmente a la presión, más incluso que el corcho del alcornoque. Su función es proteger al árbol de los incendios, que necesita para reproducirse. Muy características son también sus ramas, pues se inclinan hacia abajo, llegando a descansar sobre el suelo, para luego curvarse hacia arriba, dándole una forma piramidal. Los árboles ya más maduros, como van siendo los nuestros, forman unas copas cuasi cilíndricas a modo de columnas fragmentadas y discontinuas, dando la impresión de que las ramas van rodeando al tronco. La identificación es por ello sencilla a simple vista.

Parece ser que la secuoya gigante más grande de España, con un perímetro en la base de 18 metros, está en La Granja de San Ildefonso. En la capital hay también una de gran porte en el Parque del Oeste.

jueves, 29 de marzo de 2012

Madroño (arbutus unedo).

En primer plano, el madroño del monumento a Bécquer, en una foto tomada  el 29 de marzo de 2012 a las 9:17 de la mañana.
Si bien menos rotundo que el que en el sevillano Parque de Maria Luisa realizó por iniciativa de los hermanos Álvarez Quintero el escultor Lorenzo Coullaut Valera, en el Parque de la Fuente del Berro hay también un monumento homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer, obra éste de Santiago de Santiago, quien, por cierto, tiene casa en la calle Eduardo Aunós, a pocos metros de distancia del parque.

La escultura sevillana está estructurada en torno a un magnífico ciprés de los pantanos o ciprés calvo (Taxodium distichum), especie originaria del Mississippi. Junto a la más modesta de nuestro parque hay, parece ser (y luego diré por qué), un madroño, árbol de porte más modesto pero, sin duda, más castizo.

Del madroño sabemos que forma parte del escudo de Madrid, aunque también se sabe que siempre ha sido escaso en la naturaleza madrileña. Esto ha llevado a algunos historiadores a poner en duda que el árbol en el que se apoya el oso (osa) sea un madroño, también porque su forma típica es la arbustiva mientras que el de nuestro blasón es un árbol en toda regla. Pero dejémoslo estar. (Tal vez el único que ha sabido interpretar el escudo de Madrid haya sido Antonio Mingote, quien, obviando esta controversia, dijo que el oso está “abrazado a un árbol para impedir que venga un concejal y lo corte”, afirmación ésta de la que se sabe mucho en este entrañable barrio, que no existiría ya de no ser por la oposición vecinal a los planes especulativos de dos de las personas más non gratas de esta ciudad, los alcaldes Arespacochaga y Arias Navarro, el Carnicero de Málaga, quienes quisieron convertir las colonias de casas bajas en torres de apartamentos. Así, sin más).

Hay varios madroños en la capital, tanto en su forma arbustiva como arbórea. Son fácilmente identificables, sobre todo en otoño y principios de invierno gracias a sus inconfundibles frutos. El de mejor porte que ahora recuerdo está frente al Hotel Ritz, en la Plaza de la Lealtad. Bajo su copa pueden guarecerse unos cuantos viandantes, y para sujetar sus espléndidas ramas ha sido necesario dotarle de algunas muletas.


Arbutus unedo, es el nombre que Linneo dio al madroño común, o simplemente madroño. Su nombre hace referencia a su porte de arbolillo y a que de sus frutos sólo debe comerse uno, bien, dicen algunos, porque su sabor es decepcionante, bien, dicen otros, porque suele fermentar y producir por ello efectos no buscados en quien atraído por su atractivo aspecto lo come. Con él se hacen mermeladas y licores, aunque cierto es que no gozan de gran fama y distribución, supongo yo, que nunca los he probado (aunque me propongo hacerlo en cuanto pueda), porque no deben estar muy buenos. Su madera, de densidad muy alta, puede aprovecharse para ebanistería (los griegos clásicos hacían flautas con ella) y para otros usos menos nobles, como leña y carbón; sus hojas y corteza son curtientes y astringentes. Sus semillas eran utilizadas para atraer a los pájaros en invierno.

Un árbol de las características del madroño no podía dejar de tener un componente mágico, que encontramos tanto en la mitología romana como en la griega. En la primera, la ninfa Cardea, hermana de Apolo, ahuyentaba a las brujas con una varita hecha con una ramita de madroño. En la segunda, se le ha identificado con el árbol que nació de la sangre vertida por el gigante Gerión cuando fue muerto por Heracles, pues daba frutos sin hueso y florecía y fructificaba al mismo tiempo, en la época en que las Pléyades aparecen en el firmamento, precisamente en invierno.

El madroño común presenta una distribución peculiar, pues, en general, aparece a lo largo de toda la costa mediterránea, en la vertiente atlántica de España, Francia y Portugal, y de ahí salta a la costa meridional irlandesa. En Madrid, como decía, es escaso en la naturaleza, habiendo algunos madroñales en el sudoeste de la región.

Las hojitas de este peculiar madroño.
Dije antes que el árbol junto al monumento a Bécquer parece ser un madroño porque, aunque son árboles que conozco de sobra, me costó mucho identificarlo. El madroño del Parque de la Fuente del Berro no es como los demás que he visto. Sus hojas son más pequeñas, de un verde más claro y menos aserradas. Sus frutos son más oscuros y opacos, más escasos y menos inconsistentes; no vemos junto a Bécquer el estallido de colores verdes, amarillos, naranjas y rojos que los caracterizan, las más de las veces al mismo tiempo, pues suelen convivir en el mismo árbol frutos en distinto estado de maduración. El tronco es más grisáceo que rojo pardusco como corresponde a los madroños. Las flores sí que son más identificables (y por ellas lo localicé), pero la mayoría, por alguna razón, se caen y no acaban de cumplir su cometido de convertirse en madroños, pues así se llaman también los frutos de este árbol. Pero si en el cartel que indica a la entrada del parque la ubicación de algunos árboles singulares del parque dice que este árbol es un madroño, así debe de ser. (No niego que he tratado de identificar este madroño con alguna de las otras 13 especies del género arbutus, por si hubiera habido algún mal entendido en su clasificación, pero reconozco que no he tenido éxito en mi empeño. ¿Puede tratarse de un ejemplar híbrido? Carezco de los conocimientos necesarios para pronunciarme, así que aquí dejo esta cuestión por si alguien más preparado quiere retomarla).

Lejos y entre los árboles
de la intrincada selva
¿no ves algo que brilla
y llora? Es una estrella.

Ya se la ve más próxima,
como a través de un tul,
de una ermita en el pórtico
brillar. Es una luz.

De la carrera rápida
el término está aquí.
Desilusión. No es lámpara ni estrella
la luz que hemos seguido: es un candil.
                                                                       Gustavo Adolfo Bécquer.